jueves, 6 de septiembre de 2012

ALEXANDRA DAVID-NÉEL


1.868-1.969

Aventurera.

Nacida en Francia.

Hija de una católica ferviente y acaudalada vendedora de telas y de un intelectual masón, antimonárquico e intimo de Víctor Hugo. La madre deseaba un  niño y la desilusión con el nacimiento de Alexandra la llevó a abandonarla en manos de las institutrices.

Sería años después una superdotada que se interesaba por todo. A los catorce años huyó de casa y envió un telegrama desde Holanda, pidiendo dinero. Poco tiempo después, escapó y llegó a España. Fue por entonces cuando sus padres se acostumbraron a su carácter y aceptaron verla partir sin saber hacia donde iba. Era austera, no le importaban las diversiones de los jóvenes de su edad y tampoco vestir bien. En uno de sus viajes conoció en Londres a componentes de la sociedad teosófica y estas experiencias la llevaron a matricularse en la Sobona, donde estudió sánscrito.

Con una pequeña herencia, partió tiempo después hacia la India y comenzó una nueva vida. Estaba soltera, tenía veinticinco años y se dedicó a estudiar canto. Como soprano fue contratada en Asia y, hasta los treinta y dos años, se volcó en la música, a la vez que convivía con un compositor belga, con quien nunca se casó. Cuando su carrera como cantante declinaba, consiguió un trabajo en un casino en Túnez, y allí conoció al acaudalado Philip Néel. La decisión de casarse pudo relacionarse con la necesidad de crear para sí un entorno menos conflictivo. Hasta ese momento, además de cantar, impartía conferencias y escribía artículos sobre las religiones, pero como mujer y soltera no se la tomó en serio.

La búsqueda espiritual le ocupó los años siguientes,  y señaló que en el mundo musulmán el budismo estaba lleno de supersticiones. Buscando la doctrina pura, contraria a los sistemas de castas y conmovida por la situación de las viudas en la India. Se sumergió en el estudio de una religión que la llevó a ser la primera mujer que se entrevistó con el Dalai Lama. Poco a poco su fama creció; la llamaban la diva egocéntrica.

Si hubiera sido un hombre, a su regreso a Occidente hubiera recibido los honores de la Academia. Como mujer tuvo que contentarse con una actividad menor y sufrió la falta de reconocimiento. Regresó con un niño adoptado a una Francia empobrecida por la guerra, a los brazos de un marido suspicaz que no aceptó al niño. Además, la comunidad intelectual no estaba interesada en su sabiduría sino en la frivolidad de exotismo y en los detalles pintorescos.

 Cuando murió a la edad de ciento un años, dejó inconclusa parte de su obra y , si bien su peregrinaje exterior puede marcarse en los mapas, el peregrinaje interior la llevó a una investigación sobre el budismo que nunca pudo concluir. Es autora de Viaje a Lhasa (Península, 1999).

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